Artículo aparecido en “El País”. 10 feb. 2013
Dios entra en las leyes, las casas y las escuelas
Julián Casanova repasa
en este extracto, relata el desmantelamiento del laicismo republicano por parte
del franquismo
Julián Casanova revisita en
su nuevo libro la Guerra Civil Española. En este extracto, el historiador
relata cómo el franquismo se apresuró, aún en plena contienda bélica, a
dinamitar el laicismo republicano. La revitalización religiosa acabó con el
divorcio y el matrimonio civil e impuso el crucifijo en todos los órdenes de la
vida
La fusión entre la tradición católica y el ideario fascista tenía
como vínculo común la destrucción de las políticas y de las bases sociales y
culturales de la República. Antes de que apareciera en escena Francisco Franco
como generalísimo y caudillo de los militares rebeldes, la Junta de Defensa
Nacional de Burgos ordenó, el 4 de septiembre de 1936, "la destrucción de
cuantas obras de matiz socialista o comunista se hallen en bibliotecas
ambulantes y escuelas" y la supresión de la "coeducación", de la
enseñanza de niñas y niños juntos en las escuelas, uno de los caballos de
batalla de la jerarquía eclesiástica y de los católicos contra la política
educativa republicana.
La
revitalización religiosa llegó hasta el último rincón de las tierras en poder
de los militares sublevados, con el cambio de calles, la restauración del culto
público, el restablecimiento de la enseñanza religiosa y la
"reposición" de los crucifijos en las escuelas. El
"regreso" de los crucifijos a las escuelas, que habían sido retirados
de ellas durante los años republicanos, adquirió una especial carga simbólica,
con los niños como testigos. Alcaldes y sacerdotes dirigieron en la mayoría de
los casos las ceremonias, mientras que los obispos solían aportar el discurso.
En
la primera reunión del primer Gobierno de Franco, el jueves 3 de febrero de
1938, se decidió "revisar" toda la legislación laica de la Segunda
República, y así, a golpe de decreto derogatorio, se anularon los matrimonios
civiles (marzo de 1938) y cayó una ley tras otra, desde la Ley de Divorcio
(agosto de 1938) hasta la de Confesiones y Congregaciones Religiosas (febrero
de 1939), aquella ley de junio de 1933 que había marcado el punto álgido de
desencuentro entre la Iglesia católica y la República.
La
"renovación" legal fue tan rápida que solo unos meses después, el
último día de junio de 1938, José María Yanguas Messía hacía balance de la
"catolicidad" de su Gobierno en el discurso de presentación de
credenciales como embajador ante la Santa Sede: "Ha devuelto ya el
crucifijo y la enseñanza religiosa a las escuelas, ha derogado la Ley del
Matrimonio Civil, ha suspendido el divorcio, ha restaurado ante la ley civil la
Compañía de Jesús, ha reconocido en letras oficiales la personalidad de la
Iglesia católica como sociedad perfecta, la santidad de las festividades
religiosas y ha llevado al Fuero del Trabajo una concepción auténticamente
católica y española".
Agradecida y feliz estaba la Iglesia católica ante tanta obra
reparadora por parte del Gobierno. En primer lugar, con el "gloriosísimo
Caudillo", a quien se le consideraba sin ninguna duda el "hombre
providencial, elegido por Dios para levantar España", según rezaba el Catecismo
patriótico español que
el dominico Ignacio G. Menéndez Reigada publicó en Salamanca en 1937, anticipo
del rosario de catecismos que iban a publicarse en los primeros años de la
posguerra.
España
volvía a ser católica, una, grande y libre, pero para consolidar eso había que
meter "a Dios y sus cosas en todo", en las leyes, en la casa y en las
instituciones. Y había que arrojar a los "falsos ídolos
intelectuales", expurgar las bibliotecas, pedía Enrique Pla y Deniel,
obispo de Salamanca, en su carta pastoral de mayo de 1938, "sobre todo las
populares y aun escolares y pedagógicas, en las cuales tanta mercancía averiada
y venenosa se había introducido en los últimos años".
La
Iglesia pedía todo eso y mucho más a los gobernantes, a cambio del apoyo
prestado a la sublevación, de la bendición de la violencia emprendida contra
republicanos y revolucionarios. La "reconstrucción espiritual" pasaba
sobre todo por las escuelas. "Se acabó el desdén por nuestra
historia", decía Pedro Sainz Rodríguez, monárquico fascistizado, ministro
de Educación en el primer Gobierno de Franco, en una circular a la Inspección
de Primera Enseñanza que envió a comienzos de marzo de 1938. Y unos meses
después, desde el mismo Ministerio, se marcaba el camino a seguir en la
reorganización de la enseñanza pública en Barcelona, cuando cayera conquistada
por las tropas de Franco: "Debe llevarse a las escuelas crucifijos,
retratos del jefe del Estado, banderas nacionales y algunos letreros breves con
emblemas y leyendas sintéticas, que den la idea a los niños de que se forma un
nuevo Estado español y un concepto de patria que hasta ahora se
desconocía".
No todo era religión, sin embargo, en la retaguardia franquista. Y
para escapar del viejo concepto de caridad y beneficencia y plasmar los sueños
de "justicia social" falangistas, la lucha en plena guerra contra
"el hambre, el frío y la miseria", nació en octubre de 1936 Auxilio
de Invierno, convertida en Delegación Nacional de Auxilio Social en mayo de
1937. Fue la obra de Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo, y de
Javier Martínez de Bedoya, un antiguo amigo de estudios de Onésimo, quien, tras
pasar una temporada en la Alemania nazi, volvió a España en junio de 1936 y en
otoño de ese mismo año le propuso a Sanz Bachiller, que era en ese momento jefa
provincial de la Sección Femenina de Valladolid, crear algo similar a la
Winterhilfe nazi para recoger donativos y repartir comida y ropa de abrigo
entre los más necesitados. En menos de un año, lo convirtieron "en una
institución al servicio de la política demográfica del nuevo Estado
franquista", defendiendo la maternidad, con la puesta en marcha de una
obra de protección a la madre y al niño: "Necesitamos madres fuertes y
prolíficas, que nos den hijos sanos y abundantes con que llevar a cabo los
deseos de imperio de la juventud que ha muerto en la guerra".
La formación de ese nuevo Estado y del nuevo concepto de patria
destrozó las conquistas y aspiraciones políticas de intelectuales,
profesionales y sectores de la Administración que habían desarrollado una
cultura política común marcada por el republicanismo, el radicalismo
democrático, el anticlericalismo y, en algunos casos, el mesianismo hacia las
clases trabajadoras. Maestros, médicos, funcionarios y profesores de
universidad eran perseguidos por haber desarrollado una labor
"perturbadora". El castigo, en forma de asesinato, alcanzó a los
rectores de algunas universidades. Famosos fueron los casos de Leopoldo
García-Alas, hijo del escritor Leopoldo Alas Clarín, jurista y político republicano, profesor
y rector de la Universidad de Oviedo, fusilado en febrero de 1937. Y Salvador
Vila Hernández, rector de la Universidad de Granada, notable arabista,
discípulo de Miguel de Unamuno, fusilado en octubre de 1936 en Víznar, en el
mismo lugar que había caído asesinado dos meses antes el poeta Federico García
Lorca.